Point Arena: el muelle del fin del mundo

Aníbal Santiago

Todo aquel que camine sobre el viejo muelle de Point Arena debería ser (y parecer) un veterano capitán marino para sentir en el cuerpo entero el ímpetu del Océano Pacífico y admirar el oleaje con ojos sabios y aventureros: gorra, chaqueta con metálicos botones navales, pipa humeante y, claro, blanca barba de apelmazadas hebras peludas por los efectos de la sal y la humedad del aire de California.

Podríamos usar una metáfora y decir que el muelle de Point Arena -remoto pueblito de la costa este de Estados Unidos que pocos conocen y que 460 personas habitan- acuchilla el mar con su armazón de piedra, hierro, madera, pero usar ese verbo sería injusto. No acuchilla; se desliza en el mar plateado, lo penetra suave, húmedo y hasta sensual para que las personas den pasos suaves, los marineros zarpen y las embarcaciones atraquen.

Desde aquí, el punto de tierra continental americana más cercano a Japón, el ocaso solar es tan claro que jurarías que la armonía no es real sino cinematográfica. Error, es real.

Si uno arroja la mirada sin miedo, con la misma libertad con que uno lanzaría el sedal de una caña de pescar, ve al sol ocultándose. La esfera naranja incendia a las nubes e ilumina el cielo en los agónicos minutos del día, y entonces los visitantes se agolpan en el muelle y murmuran su sorpresa con la vista fulminando el horizonte. Hablan muy bajito, respetuosos: parecen observar el ritual de una tribu desconocida.

Horas antes, durante el día, los pescadores atraparon a sus presas. Por una enigmática razón los peces de esta porción oceánica son un espanto, monstruos provenientes del abismo: cabezón (Scorpaenichthys marmoratus), cowcod (Sebastes levis) o China rockfish (Sebastes nebulosus). En una ventana de la pequeña cabina del muelle -donde los operadores miden la marea y los nudos del viento, e informan la hora exacta del atardecer, la salida de la Luna y otros fenómenos naturales claves para navegar- han pegado una lámina con fotos de esos animales. Advertido de su apariencia, no sueltes un alarido si muerden tu anzuelo y los arrastras hasta tu vista.

En cambio, si bajas del muelle y caminas sobre la playa, los moluscos han vestido a la orilla de conchas marinas tornasoladas. Bajo breves saltos de agua, en cavernas de roca, al pie de los acantilados, las piedras de cara metálica cambian de color según les ordene la luz solar, aunque ellas prefieren volverse turquesas, rosas y azules.

Cae la noche, en lo alto de la cantina Chowder House atestiguas la escalofriante oscuridad del mar tomando sopa de pescado. Caliente, espesa, nutritiva, alivia la perplejidad que causa la inmensidad acuática apenas iluminada por la Luna. Quizá el mismo caldo alimentó hace 249 años al teniente Juan Francisco de la Bodega y Quadra, comandante de la goleta Sonora enviado por la Nueva España en 1775 para cartografiar el norte de California.

¿Qué quedó en Point Arena de esos marinos arcaicos? Algunos instrumentos de hierro con los que trabajaban en sus faenas están incrustados en maderos (ver foto) o escondidos entre leños que desde hace siglos descansan en el litoral.

No hay opciones. Arrullado (quizá atemorizado) por la marea estruendosa, dormirás frente al mar en un añejo hotel de madera, el Wharf Masters. Tápate bien si es invierno.

Y ahora sí, al amanecer, irás al blanco faro de Point Arena (Point Arena Light) y subirás 47 metros. No hay faro más alto en la costa occidental del país. En esta cumbre costera creada en 1870, los fareros arreglaban, encendían y orientaban la poderosa lámpara que salvaba de aterradores extravíos a los navegantes. Tú estás seguro: aprovecha para dar vueltas al balcón y sentir el vértigo del mar abierto.

 

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